En los cuatro años transcurridos entre su debut, channel ORANGE, y su segundo, Blonde, Frank Ocean reveló parte de su vida privada: publicó en redes sociales haber estado enamorado de un hombre, pero seguía siendo tan misterioso y escéptico hacia la fama como siempre, lanzando nueva música esporádicamente y luego desapareciendo. Sin embargo, detrás de una gran innovación, hay una enorme cantidad de trabajo, por lo que cuando Blonde se lanzó un día después del streaming de 24 horas de un performance (Endless) y junto con una revista de edición limitada titulada Boys Don’t Cry, esa elusividad parecía parte de una mística cuidadosamente trabajada. Incluso la aparente indecisión sobre la ortografía del título oficial del álbum, puede verse en retrospectiva como un juego. Endless presentó la belleza de la artesanía de Ocean en un estudio con una banda sonora de música ambiental abstracta y serpenteante. Blonde se basó en esas ideas y les dio más forma, adoptando un enfoque esquivo, a menudo minimalista, con sus armonías alegres y su lirismo narrativo en primer plano. Su confianza fue crucial ante el riesgo de crear un gran proyecto multimedia para un segundo álbum, pero también se extendió a su composición: una voz más segura (“Solo”) y su voluntad de excarvar entre sus extraños y evidentes impulsos (“Good Guy” y “Pretty Sweet”, entre otras). Aunque Blonde incluye 17 tracks en una hora escasa, es una paleta de ideas expansiva, un testimonio de la inteligencia al enarbolar tu propia bandera artística y confiar en que el público te encontrará donde estés. Y así fue. Ocean se estableció como un artista generacional especialmente adaptado a las complejidades y cambios convulsivos de la segunda década del siglo XXI.
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